
IAN SOLER BRADLEY Y ROMÁN FABRÉ:
BRANGKOK.
por Cristina Ramos
La idea de ser pintor es declarar una identidad. No sólo mi identidad, una identidad para mí, sino una identidad lo suficientemente grande como para que todo el mundo pueda compartirla. ¿Acaso no se trata de eso? — Frank Stella
Bangkok presenta obras recientes de los artistas Ian Soler Bradley y Román Fabré en las que la pintura se posiciona como una traducción del presente, pero también de un pasado que se oscurece en una cultura digital que favorece la producción de imágenes en alta calidad. La suya es una búsqueda intrépida que está siempre arraigada en la realidad, moldeada por un compromiso obstinado con su práctica artística. En un ejercicio de mimesis con aquello que les rodea, ambos artistas trabajan con lo próximo, con lo inmediato, para realzar el gesto pictórico como algo humilde, donde lo “low” se transforma en “high”. Las pinturas de Soler Bradley son polípticos de gran tamaño, imágenes construidas de forma independiente que se van acumulando en el estudio hasta encontrar las combinaciones definitivas. Influenciado por estrategias que se utilizan en la música electrónica y el hip-hop, el artista emplea sampleos visuales de elementos urbanos y culturales como el anime, generando encadenamientos y discontinuidades erráticas que nos sumergen en un mundo fragmentado. Esta forma de mirar me remite a las radios de hormigón de Isa Genzken de los años 80, retratos oblicuos de la artista como antena, como “receiver” de lo que está en el aire. Al igual que las imágenes pobres sobre las que escribe Hito Steyerl, las obras de Soler Bradley atestiguan la 1violenta dislocación, transferencia y desplazamiento de las imágenes, su aceleración y circulación dentro de los ciclos viciosos del capitalismo consumista. En “Apotheke”, el icónico símbolo de las farmacias alemanas es reconfigurado en una forma voladiza, combinada con simulaciones de papel de envolver y cinta de carrocero generando un estado de construcción en el que los lienzos son rematados con varillas metálicas cuyo empleo común es el de soportar paneles de pladur. Mezclando historias personales (“Portes Estudi”) con cuestiones pictóricas atemporales («Sometimes you have to let the painter paint his flowers”), la pintura de Soler Bradley se presta a toda clase de cosas y gestos pictóricos. No se trata de una falta de forma, sino que las señales sensibles se emiten antes de que se establezca una distinción de las formas: sus curvas, sus manchas, sus inclinaciones, sus caídas, todo ello apretado en las dimensiones de un lienzo.
La cinta de carrocero encuentra su homólogo en las costuras de las pinturas de Fabré, que, en palabras del artista, utiliza para hacer unas fundas a los bastidores “como si fueran un sofá”. Lo doméstico se entrecruza con lo industrial en unas obras que en su aparente simplicidad, tienen vida propia. El uso de profundidad en los bastidores hace que los cuadros se levanten de la superficie de la pared, creando un poco de sombra y acentuando la cualidad superficial del cuadro, realzando su bidimensionalidad. Toda la acción está en la superficie. Entreteniéndose con el movimiento cotidiano que nos ordena como las señales de tráfico y los pasos de cebra, Fabré destapa la pintura ordinaria y lo sublima hacia una democratización de lo artístico presuponiendo una cierta constitución de lo vivo en lo que nos rodea. El juego de dar una forma a aquello que cada vez la tiene menos para que cobije la opción de la aparición. En una suerte de pintura sin pintura, el artista emplea rodillos de picado, comprados en tiendas de decoración, para conseguir una superficie rugosa que invita a apreciar sus cualidades hápticas. El orden del objeto-cuadro no es racionalista, sino que simplemente es un orden, como el de una continuidad, una cosa tras otra, como las líneas discontinuas de la carretera. Las obras no son imágenes: sus formas, la unidad, la proyección y el color son específicos y contundentes. «¿Qué diferencia hay entre el gesto de un pintor de casas y un pintor de estudio?” — parecen preguntarnos mientras sus colores nos mueven. Las meditaciones sobre el color de Derek Jarman me recuerdan la cualidad huidiza que tienen, ¿dónde está el verdadero rojo? ¿el color primigenio al que aspiran todos los demás rojos?Las obras nos hablan de las técnicas que nos han convertido en sociedad a la vez que interioriza y expresa procedimientos técnicos, confrontando la técnica en general con sus propias técnicas, las llamadas técnicas artísticas. Fruto de una amistad personal y artística, Bangkok nos ofrece un viaje curioso hacia una idiosincracia, hacia el encierro en un mundo que no deja de producirse, a la vez que nos recuerda que podemos tomar consciencia sobre el movimiento en el que fijamos nuestra retina. Podemos interrumpir la producción en un producto interrumpido que nos diga dónde estamos en relación con el mundo material que estamos produciendo y la tecnología que estamos empleando.